La vida es muy irónica, después de tantos años de lucha no pude despedirme de ella. El día de su funeral estábamos, a 500 Km., delante de un neuropediatra recibiendo otra noticia que cambiaría de nuevo el latir de un corazón dolido, el diagnostico de Ángel.
Mi hijo pequeño lleva su nombre y además su espíritu de lucha, que no se contraría frente a las dificultades, un afán de superación y una capacidad de trabajo que no se doblega ante nada.
Por eso consiguieron que sus recuerdos fueran eternos, porque nos los regalaron para que nos nutrieran y dieran vida a nuestros hijos. Y así por generaciones sus recuerdos perduraran porque no consintieron que parte de ellos se los robara el maldito Alzheimer, antes nos los donaron.
Por si un día la enfermedad, el tiempo o cualquier otro enemigo me roba mis recuerdos, antes quiero regalarlos.
Os dono estos recuerdos, son aquellos que nunca quiero olvidar. Si un día no pudiera recuperarlos os pido por favor que me los devolváis; porque esté donde este mi mente, sabré que fui yo quien los vivió y me haréis feliz.
QUIERO RECORDAR SIEMPRE…
El abrazo de mi padre cuando volvía del trabajo. La seguridad que me desbordaba sabiendo que nada podía pasar ya. La sonrisa de sus ojos que me decía: “Aquí está papá, nadie podría quererme más”.
El reflejo en el espejo de mi madre cuando se pintaba los labios. Lo hacía con sumo cuidado, como hacía todas las cosas. Sus manos eran sutiles pero firmes y me maravillaba su destreza. A través del espejo, su sonrisa de carmín me miraba, y volviéndose me cogía entre sus brazos y me decía: “Cuando seas mayor mamá te enseñará”. Y siempre lo cumplió.
La mano de mi hermana pequeña cuando sentía miedo. Aunque la mía siempre fue un poco más grande, todos los temores volaban como el humo cuando agarraba su manita. Siempre ha sido quien protege mis sueños, y si alguna vez no conciliaba mi espíritu ella me recordaba mis metas, sosegaba mi respiración y de su mano partíamos de nuevo, siempre reinventándonos.
La puesta de sol en la playa después de un día eterno de juegos.
Sentados en la arena que ya estaba fresca, mirábamos al horizonte mientras el sol caía en el agua y dejaba el cielo pintado de naranjas, y una suave brisa desde el mar terminaba de secarte, haciéndote sentir la sal y augurando la vuelta a casa.
El sonido acompasado de la silla que mi abuela mecía mientras me cantaba y que golpeaba el suelo y la pared marcando el ritmo de su canción de cuna. El olor a pan tostado y leche caliente de la merienda, su delantal de vichy negro y blanco, y las confidencias que solo con ella podíamos tener al calor de las brasas de una estufa.
Las risas y carcajadas casi histéricas de unas adolescentes al salir del colegio. Las largas caminatas recogiendo casa por casa a todas, aunque implicara salir una hora antes para llegar a tiempo. Las aventuras cotidianas que nos parecían sacadas de una novela y que vivíamos con la intensidad de la primera vez.
El latir salvaje y descompensado de mi corazón, que quería salir de mi pecho la primera vez que nos miramos. Y esa sensación mil y una vez con sólo verlo aparecer a los lejos.
Su cuello, que miraba fijamente mientras estaba sentado delante de mí porque me ruborizaba mirarlo a los ojos. Una rosa y una frase: “Prefiero tenerte lejos que no tenerte nunca”, que fueron para siempre.
El saludo de mis amigos después de meses o años sin vernos, sintiendo la complicidad y el afecto de verlos a diario. Sentimientos acuñados en mil batallas de juventud cuando la adrenalina se nos disparaba sólo con travesuras, cuando las cosas importantes no tenían importancia y cuando la solución a todos los problemas era una gran fiesta, o un viaje.
Todas y cada una de las veces que me caí y me volví a levantar. Todas las veces que conocí nueva gente que llenaría mi vida de buenos momentos. Todas las risas nuevas, las buenas noticias, todos los abrazos y las miradas cómplices, todas las palabras de aliento y las bromas que animan mi vida. Todos mis nuevos Amigos.
Y si algo no quiero olvidar jamás es ese momento en que mi cuerpo tembló literalmente, y que ocurrió en dos ocasiones.
No quiero olvidar el primer dolor que sentí, anunciándome que mis entrañas se abrirían para dar la vida. Los pequeños dedos que se aferraban a mi mano como si no quisieran separarse de mí, el llanto que sonaba a nueva existencia. Los ojos que se abrían por primera vez pero ya me conocían. El olor a vida que lleno mi casa. La lagrima que cayó en el rostro del hombre que lo hizo posible. La alegría de haber hecho algo perfecto, que me sigue inundando cada día al mirar a mis HIJOS.